Introducción

Como toda construcción humana, no existe un único ideal de Democracia. En cualquier caso, parece razonable pensar que cuanto mayor sea la capacidad de un pueblo para discernir sobre sus propios intereses, tanto más eficaz será el sistema a la hora de intentar asegurarlos.

Cada sistema tiene sus propias debilidades. En la Democracia posiblemente sea la diversidad de intereses y prioridades de la ciudadanía. No todos queremos lo mismo. Es un sistema competitivo, en el que se solucionan los conflictos dando la “razón” a la mayoría.

Este mecanismo de funcionamiento, basado en la opinión mayoritaria, implica varios problemas:

  1. Sólo es un sistema realmente democrático si la mayoría de la población participa en las decisiones. De lo contrario, una fracción del pueblo puede tener la capacidad de decidir por todos.
  2. Únicamente las decisiones son “buenas” si se han tomado a partir de un análisis y debate riguroso. Para ello se requiere de un conocimiento más o menos profundo de la cuestión y sus implicaciones en otras áreas.
  3. Siempre existe una parte de la población en contra de las decisiones. Es esperable cierta oposición por su parte a la hora de llevar a cabo las medidas decididas “democráticamente”. Esto dificulta establecer una inercia suficiente para generar progreso al ritmo necesario.

Antes de ser confrontada con la experiencia, toda visión ingenua de la política implica la mejoría de las condiciones personales y, a la misma vez, la del resto. Si bien no se puede esperar de la política otra cosa más que ser el medio para la consecución del bien común, lo cierto es que en el día a día, persona a persona, esta concepción de “bien común” no es única. Además habrán personas más egoístas que otras, que antepongan en mayor medida la mejora de sus propias condiciones que las de los demás.

Dentro del enorme abanico de cuestiones de las que la política se ocupa, muchas están sujetas a opinión. En esos casos, no existe una solución objetivamente óptima. En otras, sin embargo, sí. Resulta imprescindible, siempre que sea posible, tomar decisiones a partir de criterios objetivos. He aquí la importancia de que las partes cuenten con conocimiento, capacidad y recursos suficientes.

El modelo de democracia actual se basa en la representación. Salvo algunas excepciones como Suiza, donde se lleva a cabo un modelo más “directo”, la ciudadanía se limita a ejercer su derecho al voto una vez cada legislatura. A partir de ahí, toda la responsabilidad se traslada a los representantes electos. En muchos sentidos las democracias representativas son un mejor modelo que las democracias directas. Posiblemente el más obvio es que se trata de una solución eficaz para la toma de decisiones en comunidades con muchos miembros. A mayor número de personas, más difícil sería la organización del proceso democrático.

Ahora bien, este modelo también introduce algunos problemas. El más notorio, en mi opinión, es la dificultad para asegurar una representación real. Una vez elegidos los representantes, estos tienen práctica independencia en el sentido de sus votos (salvo por la imposición de los partidos). Es inevitable que en ocasiones su voto no coincida con lo que sus electores habrían votado.

No todo puede saberse de antemano. Aunque existan programas electorales, los detalles de las iniciativas legislativas pueden ser argumento suficiente como para que se vote lo contrario de lo que se esperaría a priori. Ningún programa electoral puede ser suficientemente detallado como para eliminar toda incertidumbre. También entran en juego la honestidad o capacidad de los representantes. Incluso los propios partidos políticos, en cierta medida, pueden ejercer presión para determinar el sentido del voto de sus miembros y que estos no sean fieles a sus propias convicciones o promesas electorales. Siempre surgirán cuestiones de las que no se ha hablado en campaña electoral y no se encuentran en los programas electorales, en esos casos los representantes emplearán su “mejor criterio”.

Finalmente, el propio sistema político de representación actual establece indirectamente una serie de incentivos que pueden favorecer que las decisiones de los políticos no se alineen ni con la opinión generalizada de su electorado, ni con la del bien común. En ocasiones estos incentivos hacen que se comporten de manera egoísta, parcial, populista, e incluso corrupta.

Algunos problemas o puntos débiles comentados son propios de toda democracia, y no pueden ser subsanados completamente, menos aún si sólo se tiene en cuenta el sistema electoral y se ignoran otras cuestiones estructurales de las sociedades. Aún así creemos que aún hay margen de mejora en el propio sistema político.

Objetivo del análisis

Nuestro objetivo aquí es proponer posibles soluciones para solventar algunos problemas que hemos resumido muy genéricamente en los párrafos anteriores y revisaremos en los siguientes capítulos.

Las propuestas no son totalmente originales, ya hay casos de experimentos que han puesto en práctica algunas de estas ideas con resultados mixtos. Otras, sin embargo, no tenemos constancia de que hayan sido probadas. Buscamos tres mejoras concretas:

  1. Mejorar la capacidad de la ciudadanía para tomar decisiones informadas.
  2. Incentivar una mayor participación ciudadana en la toma de decisiones que nos aproxime a una democracia más directa.
  3. Minimizar los incentivos “negativos”, aquellos que fomenten comportamientos contrarios al “bien común”.

En cualquier caso, una Democracia “fuerte” no es el fin, sino únicamente el medio. Lo que perseguimos es en realidad encontrar un sistema político más adecuado a los tiempos actuales que nos permita evolucionar hacia una sociedad más libre y justa. Una sociedad más resiliente y adaptable. Una más amable con las personas y más responsable con el medio que nos rodea. Buscamos una política de calidad.

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